by Chuck Greif
Los muertos mandan
Vicente Blasco Ibáñez
Al lector
En mis tiempos de agitador político, allá por el año 1902, los
republicanos de Mallorca me invitaron a un mitin de propaganda de
nuestras doctrinas que se celebró en la plaza de Toros de Palma.
Después de esta reunión popular, los otros diputados republicanos que
habían hablado en ella se volvieron a la Península. Yo, una vez
pronunciado mi discurso, di por terminada mi actuación política, para
correr como simple viajero la hermosa isla que vio en la Edad Media los
paseos meditativos del gran Raimundo Lulio--filósofo, hombre de acción,
novelista--y en el primer tercio del siglo XIX sirvió de escenario a los
amores románticos y algo maduros de Jorge Sand y Chopin.
Más que las cavernas célebres, los olivos seculares y las costas
eternamente azules de Mallorca, atrajeron mi atención las honradas
gentes que la pueblan y sus divisiones en castas que aún perduran, a
causa sin duda del aislamiento isleño, refractario a las tendencias
igualitarias de los españoles de tierra firme. Vi en la existencia de
los judíos convertidos de Mallorca, de los llamados _chuetas_, una
novela futura.
Luego, al volver a la Península, me detuve en Ibiza, sintiéndome
igualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo de
marinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos años
con todos los piratas del Mediterráneo. Y pensé unir las vidas de las
dos islas, tan distintas y al mismo tiempo tan profundamente originales,
en una sola novela.
Transcurrieron seis años sin que pudiese realizar mi deseo.
Necesitaba volver a Mallorca e Ibiza para estudiar con más detenimiento
los tipos y paisajes de mi obra, y nunca encontraba ocasión propicia
para tal viaje. Al fin, en 1908, cuando preparaba mi primera excursión a
América, pude escapar unas semanas de Madrid, llevando una vida errante
por ambas islas. Visité la mayor parte de Mallorca, durmiendo muchas
noches en pequeños pueblos donde me dieron alojamiento las familias
«payesas» con una hospitalidad generosa, de bíblico desinterés. Corrí
las montañas de Ibiza y navegué ante sus costas rojas y verdes en barcos
viejos, valientes para el mar, que unos meses del año van a la pesca y
otros son dedicados al contrabando.
Cuando regresé a Madrid, con el rostro ennegrecido por el sol y las
manos endurecidas por el remo, me puse a escribir _Los muertos mandan,_
y eran tan frescas y al mismo tiempo tan recias mis observaciones, que
produje la novela «de un solo tirón», sin el más leve desfallecimiento
de mi memoria de novelista, en el transcurso de dos o tres meses.
Esta fue la última obra del primer período de mi vida literaria. Apenas
publicada me marché a dar conferencias en la República Argentina y
Chile. El conferencista se convirtió sin saber cómo en colonizador del
desierto, en jinete de la llanura patagónica. Olvidé la pluma como algo
frívolo e inútil para la recia batalla con las asperezas de una tierra
inculta desde el principio del planeta y con las malicias e ignorancias
de los hombres.
Pasé seis años sin escribir novelas. Quise crearlas en la realidad. Fui
un novelista de hechos y no de palabras.
Pero las vidas vuelven siempre a sus cauces antiguos, y después de estos
seis años de catalepsia literaria, en 1914, pocos meses antes de la gran
guerra, reanudé en París mi trabajo de novelista «de pluma y papel»,
escribiendo _Los argonautas._
V. B. I. 1923
Primera parte
I
Jaime Febrer se levantó a las nueve de la mañana. _Madó_ Antonia, que le
había visto nacer--servidora respetuosa de las glorias de la familia--,
movíase desde las ocho en la habitación, para despertarle. Pareciéndole
escasa la luz que penetraba por el montante de un amplio ventanal, abrió
las hojas de madera carcomida, desprovistas de vidrios. Luego levantó
las colgaduras de damasco rojo galoneadas de oro que cubrían como una
tienda de campaña el amplio lecho majestuoso, en el que habían nacido,
procreado y muerto varias generaciones de Febrer.
La noche anterior, al retirarse del Casino, la había encargado Jaime con
gran insistencia que le despertase temprano. Estaba invitado a almorzar
en Valldemosa. «¡Arriba!» La mañana era de las mejores de primavera; en
el jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas
florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima
de la muralla.
La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía al
fin a echarse fuera de la cama. Anduvo Jaime Febrer casi desnudo por la
habitación, ante la ventana abierta, partida por una columna
delgadísima. No había miedo de que le viesen. La casa de enfrente era un
palacio viejo como el suyo; un caserón de pocos huecos. Frente a su
ventana se extendía un muro de color indefinido, con profundos
desconchados y restos de antiguas pinturas, pero tan próximo por la
estrechez de la calle, que parecía poder tocarse con la mano.
Habíase dormido tarde, desasosegado y nervioso por la importancia del
acto que iba a realizar en la mañana siguiente, y el aturdimiento de un
sueño corto e ineficaz le hizo buscar con avidez la caricia
reconfortante del agua fría. Al lavarse en una palangana estudiantil,
angosta y pobre, Febrer tuvo un gesto de tristeza. «¡Ah, miseria!...» Le
faltaban las más rudimentarias comodidades en aquella casa de un lujo
señorial y vetusto que los ricos modernos no podían improvisar. La
pobreza surgía ante su paso, con todas sus molestias, en estos salones
que le hacían recordar los espléndidos decorados de ciertos teatros
vistos en sus viajes por Europa.
Como si fuera un extraño que entrase por primera vez en su dormitorio,
admiraba Febrer esta pieza, grandiosa y de elevado techo. Sus poderosos
abuelos habían edificado para gigantes. Cada habitación del palacio era
tan vasta como una casa moderna. El ventanal carecía de vidrios, como
los demás huecos del edificio, y en invierno había que mantenerlos todos
con las hojas cerradas, sin más luz que la que entraba por los
montantes, cubiertos de cristales resquebrajados y opacos por el tiempo.
La carencia de alfombras dejaba al descubierto los pavimentos de piedra
arenisca y blanda de Mallorca, cortada en finos rectángulos, como si
fuese madera. Los techos lucían aún el viejo esplendor de los
artesonados, unos obscuros, de artificiosas trabazones, otros con un
dorado mate y venerable que hacía resaltar los cuarteles coloreados de
las armas de la casa. Las paredes altísimas, simplemente enjalbegadas de
cal, desaparecían en unas piezas bajo filas de cuadros antiguos, y en
otras detrás de ricas colgaduras de colores vivos que el tiempo no
lograba apagar. El dormitorio estaba adornado con ocho grandes tapices
de un tono verde de hoja seca, representando jardines, amplias avenidas
de árboles otoñales, con una plazoleta terminal en la que triscaban
venados o goteaban solitarias fuentes en triples tazones. Encima de las
puertas colgaban viejos cuadros italianos de una suavidad acaramelada:
niños de carnes ambarinas jugueteaban con rizados corderos. El arco que
dividía el verdadero dormitorio del resto de la habitación tenía algo de
triunfal, con columnas acanaladas sosteniendo un medio punto de follaje
tallado, todo de un oro pálido y discreto, como si fuese un altar. Sobre
una mesa del siglo XVIII veíase una imagen policroma de San Jorge
pisoteando moros bajo su corcel; y más allá la cama, la imponente cama,
monumento venerable de la familia. Algunos sillones antiguos, de
encorvados brazos, con el rojo terciopelo calvo y raído hasta mostrar la
blancura de la trama, mezclábanse con sillas de paja y el pobre lavabo.
«¡Ah, miseria!», volvió a pensar el mayorazgo. El viejo caserón de los
Febrer, con sus hermosos ventanales faltos de vidrios, sus salones
llenos de tapices y sin alfombras, sus muebles venerables confundidos
con los más ruines enseres, le parecía igual a un príncipe arruinado
ostentando aún manto brillante y corona gloriosa, pero descalzo y sin
ropa blanca.
Él era igual a este palacio, imponente y vacío caparazón que en otros
tiempos había guardado la gloria y la riqueza de sus abuelos. Unos
habían sido mercaderes, otros soldados, y todos navegantes.
Las armas de los Febrer habían ondeado en flámulas y banderas sobre más
de cincuenta navíos de gavia--lo mejor de la marina de Mallorca--, que,
luego de tomar órdenes en Puerto Pi, iban a vender aceite de la isla en
Alejandría, embarcaban especierías, sedas y perfumes de Oriente en las
escalas del Asia Menor, traficaban con Venecia, Pisa y Genova, o,
pasando las Columnas de Hércules, sumíanse en las brumas de los mares
del Norte para llevar a Flandes y a las repúblicas anseáticas la loza de
los moriscos valencianos, llamada por los extranjeros _mayólica_, a
causa de su procedencia mallorquína.
Esta navegación continua a través de mares infestados de piratas había
hecho de la familia de ricos mercaderes una tribu de valerosos soldados.
Los Febrer habían peleado o ajustado alianzas con corsarios turcos,
griegos y argelinos, habían escoltado sus flotas por los mares del Norte
para hacer frente a los piratas ingleses, y hasta una vez, a la entrada
del Bosforo, sus galeras habían abordado a las de Genova, que
monopolizaban el comercio de Bizancio. Luego, esta dinastía de soldados
del mar, al retirarse de la navegación comercial, había rendido tributo
de sangre a la seguridad de los reinos cristianos y a la fe católica
haciendo ingresar una parte de sus hijos en la santa milicia de los
caballeros de Malta.
Los segundones de la casa de Febrer, al mismo tiempo que recibían el
agua del bautismo, llevaban cosida a sus pañales la cruz blanca de ocho
puntas, símbolo de las ocho bienaventuranzas, y al ser hombres
capitaneaban galeras de la Orden belicosa y acababan sus días como ricos
comendadores de Malta, contando sus proezas a los hijos de sus sobrinas
y haciéndose cuidar achaques y heridas por esclavas infieles que vivían
con ellos, a pesar del voto de castidad. Monarcas famosos, al pasar por
Mallorca, habían salido del alcázar de la Almudaina para visitar a los
Febrer en su palacio. Unos habían sido almirantes de las flotas del rey;
otros, gobernantes de lejanos territorios; algunos dormían el sueño
eterno en la catedral de La Valette con otros ilustres mallorquines, y
Jaime había contemplado sus tumbas en una visita a Malta.
La Lonja de Palma, gallardo edificio gótico vecino al mar, había sido
durante siglos un feudo de sus ascendientes. Para los Febrer era todo
cuanto arrojaban en el inmediato muelle las galeras de alto castillo,
las cocas de pesado casco, las ligeras fustas, las saetías, panfiles,
rampines, tafureas y demás embarcaciones de la época, y en el inmenso
salón columnario de la Lonja, junto a los fustes salomónicos que se
perdían en la penumbra de las bóvedas, sus abuelos recibían como reyes a
los navegantes de Oriente, que llegaban con anchos zaragüelles y birrete
carmesí, a los patronos genoveses y provenzales, con su capotillo
rematado por frailuna capucha, a los valerosos capitanes de la isla,
cubiertos con la roja barretina catalana. Los mercaderes de Venecia
enviaban a sus amigos de Mallorca muebles de ébano con menudas
incrustaciones de marfil y lapislázuli o grandes espejos de luna azulada
y marco cristalino. Los navegantes de vuelta de África traían manojos de
plumas de avestruz, colmillos de marfil, y estos tesoros y otros iban a
adornar los salones de la casa, perfumados por misteriosas esencias,
regalo de los corresponsales asiáticos.
Los Febrer habían sido durante siglos los intermediarios entre Oriente y
Occidente, haciendo de Mallorca un depósito de productos exóticos, que
luego desparramaban sus naves por España, Francia y Holanda. Las
riquezas afluían fabulosamente a la casa. En algunas ocasiones, los
Febrer hasta hicieron préstamos a los reyes... Pero todo esto no podía
evitar que Jaime, el último de la familia, luego de perder en el Casino,
la noche anterior, todo cuanto poseía--unos centenares de pesetas--,
hubiese aceptado dinero, para poder ir a la mañana siguiente a
Valldemosa, de Toni Clapés, el contrabandista, hombre rudo, de
entendimiento despierto, y el más fiel y desinteresado de sus amigos.
Mientras se peinaba, Jaime se contempló en un espejo antiguo, rajado y
de luna nebulosa. Treinta y seis años: no podía quejarse de su aspecto.
Era feo, con una fealdad «grandiosa», según expresión de una mujer que
había ejercido cierta influencia sobre su vida.
Esta fealdad le había proporcionado algunas satisfacciones amorosas.
Miss Mary Gordon, rubia idealista, hija del gobernador de un
archipiélago inglés de Oceanía, que viajaba por Europa sin otro
acompañamiento que el de una doméstica, le había conocido un verano en
un hotel de Munich, y ella